Carta de una vecina/o: "Muertos por el placer"

La humanidad está de fiesta al leer en los periódicos el titular: "Agujero de la capa de ozono se recupera por primera vez". Los científicos nos han confirmado que el agujero se ha reducido en 4 millones de kilómetros cuadrados en la antártica, motivo de sobra para palmotearnos orgullosos los unos a los otros aunque en realidad no hayamos hecho nada. 

Me pregunto si le exigiríamos a nuestros gobernantes que firmen otro protocolo ambientalista en Montreal si se llegase a descubrir que en realidad los gases que destruyen el ozono atmosférico no son gases industriales sino radiaciones que emanan los móviles al enviar emojis por Whatsapp o por subir selfies al Instagram. 

Las protestas nunca ocurren cuando somos nosotros, los consumidores finales, los culpables verdaderos de que el mundo sea un espanto. Solemos indignarnos si son los japoneses quienes tienen el mal gusto de meter en la sopa aletas de tiburón, apuntamos con dedo acusador a las celebridades que cubren sus inalcanzables cuerpos con abrigos de focas bebés, y nos parte el corazón el video de la vaquita que derrama una lágrima al eludir el rastro gracias a vegetarianos alemanes que pagaron por su libertad. Hacemos todo esto enfundados en ropa de marca maquilada por niños vietnamitas mientras devoramos atún enlatado y cortes de res en el almuerzo.

Esto pasa por una sencilla razón: el ser humano muy rara vez sacrifica aquello que le produce placer. Nuestra satisfacción es lo único que nos importa de verdad, mucho más que la promesa de un paraíso terrenal, e incluso es más fuerte que el miedo a quedar condenados al sufrimiento eterno. La religiones, en su mayoría, prohíben el sexo y el resultado es la sobrepoblación. Aparece el SIDA como castigo divino (o defensa de la naturaleza) y el humano se las ingenia para comercializar el condón, mismo que nunca trae a la mano por lo que termina jugándose la vida (o peor aún, arriesgándose a procrear una vida) antes de que el metabolismo de Lupita asimile las tres caguamas que se empinó en la fiesta.  

Otro dato esclarecedor: si los hombres más inteligentes del planeta descubren que algo que produce placer nos mata, sociedades civiles de buenos samaritanos y gobernantes que quieren sus votos, salen en nuestra defensa para prohibir su consumo en oficinas, restaurantes, bares, hoteles y cualquier establecimiento público y privado. Censuran su propaganda. Colocan cadáveres de fetos, órganos expuestos, hombres tullidos y un carnaval de imágenes macabras en el empaque. ¿Cuál es el resultado? La gente se vuelve adicta a las fotografías gore y sigue consumiendo el producto mortífero.

Pasa todo lo contrario cuando descubrimos que la causa de muerte número uno en el país es la diabetes. Todos miramos hacia otro lado. No hay que ser Sherlock Holmes para deducir que los refrescos embotellados tienen relación directa con este mal, si tomamos en cuenta, estadísticas en mano, que México es uno de los países donde más se consume este producto en el mundo. Sin embargo, como la bebida carbonatada es (al parecer) más sabrosa y adictiva que el sexo o cualquier droga, jamás colocamos imágenes de niños con miembros amputados o señoras con obesidad mórbida en los cintillos rojos de los envases, tan sólo escribimos sus nombres propios: Toño, Paco, Laura, etcétera, omitiendo el resto del enunciado: "perdió un pie por consumir en exceso este producto" o "quedó ciega por beber 2 litros diarios". 

Venimos fallados de fábrica. Está clarísimo que los productos nocivos para la salud son los favoritos del ser humano. Por eso, tengo serias dudas cuando los creyentes afirman que Dios nos hizo a su imagen y semejanza. En todo caso, si esta fantasía fuera verídica, lo que tendría sentido es que hayamos sido hechos a imagen y semejanza de su archienemigo. 

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