"La penicilina…el verdadero olor de mi infancia" (Juan José Cánovas)

(Me siento identificado con este relato de Mircea Cartarescu que me llega de mi añorado Marratxí)

“Al ambulatorio iba solo con mi madre. Ella conocía el camino y yo conocía a mi madre, así que acabábamos llegando al ambulatorio, que era un edificio alargado y bajo, dividido en muchos consultorios.

En cada consultorio había una camilla medio cubierta con un hule marrón-rojizo, una báscula de hierro blanco –que también te medía para ver si habías crecido- y un armario blanco, con baldas de cristal en las que se alineaban unas cajas de metal niquelado.

Maquillada y perfumada, con gestos dulces y suaves, la doctora pelirroja empezaba a examinarme. Me hacía sacar la lengua para colocarme sobre ella un bajalenguas metálico con regusto a cardenillo y así echarme un vistazo a la garganta.

Me examinaba el pelo a toda prisa en busca de liendres, alejando su cabello ondulado de mi sospechosa cabeza. Me palpaba la barriga para ver si tenía urticaria.

Paseaba el estetoscopio por las costillas que se adivinaban debajo de mi piel y me hacía respirar profundamente. Me preguntaba si tenía lombrices.

Me hacía subir luego a la báscula, movía las pesas hasta que los pilones se alineaban para demostrar cuánto me atraía la tierra con su fuerza magnética…

Luego me ponía las inyecciones de rigor, no puedo imaginar mi infancia sin ellas: penicilina, estreptomicina. En aquella época los médicos pensaban que su existencia en este mundo no tenía sentido si no ponían inyecciones.

…Lo que más me dolía era el hecho de que cada vez que forcejeaba sobre el hule, berreando con toda mi alma, mientras la enfermera se acercaba con su aguja de avispa despiadada, mi madre era siempre su cómplice.

Ella me sujetaba con todas sus fuerzas, ella me gritaba, ella me amenazaba con una paliza. Después, me quedaba tumbado en el hule, humillado y llorando a moco tendido, y mi madre –algo también incomprensible- me secaba la cara mojada y me abrazaba los hombros con una ternura que me asombraba y me indignaba: “Ya está, ya está, ya ha pasado…”

Al final, salía de la consulta cojeando, subiéndome los pantalones sobre la marca para que nadie viera los pinchazos desperdigados al azar por mi nalga derecha y mi nalga izquierda.

La palabra “dispensario” me aterroriza todavía hoy, pues tras esas sílabas se esconde el tintineo de las cajas niqueladas, la vibración de las estanterías de cristal y el olor a moho de la penicilina, el verdadero olor de mi infancia...”

Mircea Cartarescu, “Solenoide”.

Foto robada de mi querido amigo Juanjo. El texto me ha recordado a él

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