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Historia de un malestar

Artículo de opinión de Alberto Martínez Romero

Decidido: no trabajaré más en esta vida y espero que tampoco en la otra —a no ser que, como escribiera con palabras mágicas el gran Paul Valéry, ; aunque algún enemiguillo, "animalversor" o "perseguidor de oficio" pueda decir que no he dado un palo al agua todos estos años. Maledicencias van y vienen, todo el mundo sabe…

El problema o, al menos, mi problema es, creo, semejante a los problemas de Diofanto: esos que tienen por objeto la resolución de ecuaciones algébricas indeterminadas, pero con la condición de ser números enteros las soluciones; pero menor que el problema de los tres cuerpos, verbigracia: aquel en que se trata de determinar los movimientos de tres masas puntuales que se atraen según la ley de Newton.

Mi problema consiste en que he sido golpeado, objeto de mofa, humillado, escarnecido y cosas así, por sujetos estentóreos, extravagantes; nada de la refinada y sutil sátira inglesa, más bien salvajadas de palurdo. Tengo de mi pasado un recuerdo horrible, hostil, de triste hogar, como un condenado del hacha (Octavio Paz) o una ardilla del cepo; salvo aquellas ocasiones en que…

Ocurre que no quiero escribir una narración lacrimógena, depresiva —aunque, quizás, sea inevitable—. Bah, a la porra. Narremos lo que ocurrió sin "estridentes pesimismos".

Aquí se impone una indiscreción: comencé hace unos meses una novela que iba a titular: "El malestar de existir". No era nada del otro mundo ni de este, pero me salió melodramática. Tan solo concluí un capítulo. Aquí está. Ustedes mismos:

EL MALESTAR DE EXISTIR

Es cierto: soy un fracasado. Como tantos otros, cabría decir. Entre los nuestros están los que ponen un circo y le crecen los enanos y estamos los que abrimos un circo y nos menguan los gigantes; aunque no lo suficiente como para poder trabajar como enanos…

Fracasados absolutos. Intrusos en esta fiesta profana que llamamos civilización, por no llamarla barbarie. Nos echaron de la fiesta los muy… Carecíamos de invitación o pase privado. Dicen los que saben que los libros no deben reflejar mundos personales. A mí, sin embargo, me gustan los libros que reflejan mundos personales. Es la "Ecuación personal del observador", como se dice en astronomía. Es decir, incluir la experiencia personal en lo que se hace, en este caso, en lo que se escribe. Por eso, no me publican las grandes editoriales, ni las pequeñas. Por eso, no soy traducido al ruso. Por eso, no he llegado a ser un gran novelista comercial que escuche con sorna la indignación de la Crítica. Alguien con más imaginación para las tramas que estilo con el lenguaje. Poseedor de un valioso Jaguar y de un velero de doce metros, o mejor, de un yate de 100 millones de las antiguas… No, a mí no me espera ninguna vejez fastuosa. Si soy sincero, creo que no voy a llegar a viejo. Pero en fin…

Estábamos con la "Ecuación personal del observador". Si de todas formas la gente no lee. Nos resignamos a la televisión. Todos los programas iguales y las películas de calidad a horas intempestivas.

Mala suerte desde el principio. Las humillaciones, continuas, o, al menos, así lo creía yo. ¡Qué adolescencia! ¡Dios Santo! Un tobogán para conciencias desafiantes. Un despilfarro de células vivas, de células madre. Una trampa: "Vi una trampa, acude a ver", de un best-seller de los 80, El Documento R. El autor, olvidado. Una pena.

Si supieran ustedes, queridos amigos, cuanta porquería he tenido que tragar en este pueblo y la que aún me queda, la que aún me queda…

Si les digo la verdad, lo único que me gusta de Totana es la melancolía de las afueras, donde pasean su soledad perdedores silenciosos, donde hablar de amor es una cursilería y hablar de las estrellas, de dementes. Allí el silencio es una música que no tiene nombre. También me gustan esos bares sin sueño, llenos de camareros sórdidos y simpáticos, donde los borrachos se pelean con sus novias bajo la eterna mirada de los municipales. Allí el silencio es una música que no tiene patria. Allí donde el viento es como un susurro, allí donde las calles tienen nombre de países y de poetas, en los barrios bajos de mi espíritu, en los callejones alegres y amargos. Allí el silencio es una música que no tiene origen.

También, a veces, hago una evocación lírica de mi existencia, por ejemplo, de la juventud. En aquella época, algunos días había tanta tristeza en mi cuarto como en toda África septentrional, y un frío que pela en mi corazón. Acabé acostumbrándome tanto al dolor, que cuando me encontraba bien, me sentía como culpable. Mi alma llevaba sombrero, pero mi corazón estaba helado; era como ser sentimental y no sentirte querido.

En aquel tiempo, cómo me asqueaban las diversiones de mis contemporáneos, de mis compañeros de generación , de los jóvenes. Ninguneado por inteligencias de octava categoría, por personalidades en bancarrota, por almas a la virulé, por psicologías a la deriva, por idiotas de postín, por mascotas clonadas, por estrictos disciplinarios, por autómatas biodegradables, por androides de segunda generación y por sus muertos.

A veces sentía nostalgia de cuando no existía. A veces sentía nostalgia de no haber nacido muerto. A veces sentía nostalgia de no haber sido feliz en mi juventud (me he pasado media vida medio alelado y la otra sin salud).

Mi pasado está lleno de sombras, de heridas y de sombras. Aunque había alegría en mí, la desparramaba y aunque era una alegría verdadera, no me pertenecía, no se adecuaba a mi idiosincrasia, a mi estado natural. Era un payaso aburrido. Yo reía, pero mi corazón pedía socorro a las Alturas.

Mi pasado es más oscuro que el alma de un mafioso, mi pasado es más negro que una tortilla francesa hecha con huevos podridos. Mi alma es un féretro cubierto de lágrimas.

Por eso, cuando oigo la palabra amor o pienso en mi pasado, me entran ganas de matar a alguien. Aunque sea a mí mismo. Sí, soy un Hamlet de saldo.

Hay quienes están confinados en una cárcel, yo estoy confinado en mi soledad.

Otras veces, pocas, en las estaba de mejor humor pensaba en todas esas historias en la noche cuyo significado siempre ignoraría… Transcurriendo a esa velocidad desnuda de dos cuerpos que se aman.

Cuando no puedo dormir pienso en las inclemencias, las peleas de los políticos, las convulsiones bursátiles, las riñas entre enamorados…

Siempre he sido una persona hierática; aunque esté arrojando piedras sobre mi inteligencia malherida, toda mi vida he llevado una existencia de burócrata. Mi vida ha sido un cuento de hadas en el infierno. ¡Y cantando "Recuerdo de España! Una vida sin fuste, una infancia llameante, una adolescencia traicionera, una juventud echada perder; y no precisamente por "delicadeza", ¡el colmo! Una madurez de inválido. No siento lástima por los inválidos: soy uno de ellos. Mi espejo, El Regente, Saint-Simon dijo de él que "había nacido aburrido". ¿Qué no hubiera dicho aquel buen hombre de mí? Complejo de anodino: opresor, absoluto, con mi rostro inexpresivo de segunda categoría.

Recuerdo cuando conocimos a unas chicas; una de ellas, Ángeles, acabó casándose con mi gran amigo David Bercedo —sobrino bisnieto de Gabriel Miró—. Yo, seguramente, seré sobrino bisnieto de algún carcamal. Aún no eran novios la vez que estuvimos hablando una media hora, tras la cual me dijo: "Alberto, jamás pensé que tú eras así", y es que siempre he sido una persona que no ha sabido transmitir en su rostro sus emociones.

Totana es una ciudad tan divertida como jugar a la ruleta rusa sin ninguna bala en la recamara. Tan sabrosa como el vómito de un buey, el gargajo de un mudo o las cagarrutas de un orangután. Tan embriagadora como unos calzoncillos mugrientos o unas bragas malolientes. Tan emotiva como dos comadrejas apareándose. Es una ciudad enterrada junto a un cadáver y el cadáver soy mismo. Es una ciudad en la que yo me siento como un tiburón en una pecera, como un oso polar en un paraje abrasador, como un niño tratando de subirse a las sombra de los árboles, o hablándole de Dios a los saltamontes, como un alpinista atrapado en un alud, como un niño queriendo matar dinosaurios en las páginas de los libros, como un fantasma en un castillo de naipes, como un Minotauro amaestrado, como un león que no se hubiese rebelado nunca contra su domador, como un caracol desnudo, indefenso sin su concha y sin embargo, tan jodidamente atado a ella como el cordón umbilical que une al feto con su madre; pero no suave, dulce o aterciopelado como este, más bien gigantesco y monstruoso.

Virtudes; el sagrado silencio de sus noches recuerda el suave sollozo de la Verdad, su amorosa, misteriosa alegría. Es un lugar tranquilo. Hay personas divertidas. Y todo está a 300 metros de la vida y la muerte.

Totana es un circo de leones famélicos, pero, al menos desde aquí, se ven las estrellas.

En cualquier caso, toda ciudad es un verbo. El verbo ciudad. Un escenario de desesperaciones y de deslumbramientos, de éxtasis y agonías, de dolores y placeres, de ilusiones y desesperanzas.

Toda ciudad navega en la noche y en el devenir de sus hijos.

Muy mitigado todo eso hoy en día. No necesitas amor, luego eres digno de ser amado. Una verdad como una copa de champagne. Al aire libre.

Me han cerrado tantas veces la puerta en las narices que ahora luzco una simpática "nariz de boxeador".

Vivía en un infierno, pero la gente me envidiaba. El pasado se cernía sobre mí como un huracán de recuerdos, como una Nochebuena en clave de sol. Como un chute de droga en algún submundo terminal. Era como una marea que te arrastrara, y todo el mundo quería que te arrastrase. Había sentido y sufrido más en lo que llevaba vivido que un presbiteriano en trescientas existencias. Toda mi vida había sido un puto fracaso, un cierto modo de abismo, un solitario sollozo, una víscera llameante goteando quejumbre. Aquello era el horror, puedo asegurarlo. Y sus elegidos no debían tener prisa, ninguna prisa.

Posiblemente no tenga amigos. Mejor. Perdedores existenciales. Sin ganas de vivir o de matarse. Engendros babeantes. Y todo esto no provocado por alguna enfermedad, como puede ser mi caso. Simplemente nacieron así. Mis mejores amigos los he conocido a partir de los 30 años, salvo las diez o doce excepciones de rigor.

Hacer favores. Ser mejores personas. Infinitos abismos: infinitas delicias. Esperemos.

Menos mal, que al final disfrutaremos de "La alegría estremecedora de su amor". Yo así lo creo. El Abate Pierre: un santo, un poeta. El mejor francés desde Louis de Funes.

Tiene que ser duro pasar de nulidad a celebridad. No me sucederá a mí. Mi anonimato logra redimir a este tiempo. Gran tiempo. ¡Ja! Y luego hurgan en tus trapos sucios y mi colada no es poca, que digamos. En cualquier caso, "la prensa de la carroña" tendrá la última palabra.

El malestar de existir ha sido mi divisa desde siempre. Divisa tácita de todos mis instantes. No hay nada que descubrir ni que añorar.

Dios mío: solo soy un espejismo, un espejismo pasajero. Por favor: hazme real.

Dios mío, aléjame de los confines de mi propio vacío.

Dios mío, ¿a quién le quitarás la vida mañana?

Dios mío, grandeza simpática: ¡ayúdame!

Emociones fuertes; es lo que se nos pide: ¿qué más da si no son verdaderas? Como lanzarte desde un avión en calzoncillos, en pleno vuelo, sin paracaídas, por probar… y tarareando una cancioncilla: "Trato de favor a los campesinos que canten", "Trato de favor a los campesinos que canten", por ejemplo.

Menuda patraña, para desintoxicarse de esa bazofia escrita hace ya mucho por mí, y como método ingenioso de higiene mental, habría que irse a un bar de viejos a inhalar orines ancestrales en retretes perfumados.

Alberto Martínez Romero

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