Mis primeros recuerdos se encuentran en el colegio al que me inscribió mi madre. Recuerdo el color de las paredes, el olor de la plastilina, el sonido de la tiza sobre la pizarra, pero sobretodo, el malestar en mi interior por estar encerrado en un lugar en el que no quería estar. Año tras año se repitió la escena, con cambios sutiles, pero la sensación de desperdiciar la vida seguía ahí, enquistada, creciendo y creciendo.
El problema fue, quizá, tener desde temprana edad consciencia para interpretar la mirada de los profesores y otros adultos que me rodeaban. La escandalosa mayoría era gente gris que respiraba y arrastraba los pies mientras iban de un lugar a otro, llenándonos la cabeza de conjeturas, miedos e ideas trasnochadas a cambio de una paga que les diera un poco más de oxígeno para seguir respirando y arrastrando los pies, día tras día.
Cierro los ojos y mi estancia en la escuela es una película en blanco y negro, aburridísima. Sentado en el pupitre fingiendo escuchar al maestro mientras en mi cabeza metía goles de todas las formas imaginables en los Mundiales venideros. Mirando el reloj, deseando que acabara otro día. Viviendo en el futuro. En espera de ser un adulto para tomar las riendas de mi vida y escapar de la cárcel infinita a la que me habían confinado.
Al obtener dos céntimos de libertad, lo que hice fue hacer lo que hacen todos los que no saben cuál es el propósito de su existencia: me matriculé por cinco años más en otra cárcel. Desconecté el cerebro esperando que por arte de magia ocurriera el milagro de que mi vida cobrara sentido. Y ocurrió. En vez de hacer las tareas me puse a escribir cuentos. La sensación sólo podía describirse en una palabra: felicidad. Misma a la que recurrí como maniaco depresivo al Prozac. Hasta obtener un título universitario y que la empresa transnacional en donde hice mis prácticas profesionales me ofreciera una paga mensual por mi alma.
El 99% de familiares y amigos están convencidos de que cometí el peor error de mi vida al rechazar la oferta y mudarme a otra ciudad con un sólo propósito: invertir la ecuación, es decir, vivir haciendo lo que me gustaba hacer a cambio de ligeros tragos de amargura.
¿Valió la pena? La respuesta es obvia. Sin embargo, solemos ser incapaces de ver lo evidente. Jamás apostamos por lo único que vale la pena: nosotros mismos. No fue fácil, por supuesto. Cuando decidí escribir una novela tenía nula formación y conocimientos literarios. Y pagué el precio. De las diez novelas que tenía claras en mi cabeza, no pude transcribir ni una sola. A cambio, conocí escritores y periodistas fabulosos. Otros no tanto. Incluso, algunos pésimos. Aprendí de todos, durante más de una década, lo mucho o poco que sé del oficio.
También hay días terribles, donde las dudas y los miedos me asaltan, pero descubrí que lo único que tengo que hacer para vencerlos es recurrir a un trozo de papel periódico pegado en la puerta del fin del mundo, o a la vuelta de la esquina, da igual.
Escritor es quien escribe. Quien al hacerlo le da sentido a su existencia. El mundo te advertirá que morirás de hambre. Y es probable, pero sólo podrás saberlo intentándolo. Esta carta, sin ir más lejos, iba directo a la bandeja de spam del 99% de las personas a quienes se la enviaba en el año 2000; hoy día no ha cambiado esta tendencia. Aún así, logra tener presencia consistentemente en poco más de 80 periódicos, revistas y páginas web de 18 países de norte, centro y Sudamerica, en el Caribe y España. ¿Vivo de la escritura? Por supuesto que no, pero tampoco me he muerto de hambre.
Podría deprimirme pensando que la vida es injusta, que todos deberían pagarme por mis escritos. Desperdiciar mi tiempo en patalear como niño berrinchudo. Amargarme por todas las becas que me han negado y decidir creer que estaban amañadas, o, trabajar y aprender todo lo que pueda para revertir el resultado el siguiente año. Uno vive en función de la fortaleza interior que tenga. Para mí, el éxito es, por ejemplo, que en una casita de Amazonas (Perú) exista una persona que espera leerme cada semana. O en un rascacielos de Buenos Aires o frente al mar en San Juan, o en Totana o cruzando la calle donde vivo.
Me importa poco si el medio de comunicación es de izquierda, centro o derecha. Si se imprima en una bodega en mitad del desierto o en rotativas último modelo en una capital cosmopolita. Si apoya a un dictador, si vive de las dádivas del presidente en turno o le rinde pleitesía al Papa de Roma. Mientras no le muevan ni una coma a lo que escribo, seré feliz. Sé que por un error, coincidencia o gusto, alguien se conectará o estará en desacuerdo conmigo. Ese es el único milagro en el que creo.
El día que logré terminar de escribir mi novela, pensé que ninguna editorial querría publicarla, y en efecto, durante meses nadie quiso hacerlo. Salvo una. En vez de alegrarme, volvió a invadirme el miedo. ¿Quién querría leerme? La novela se agotó en pocos días, derribando otra creencia cimentada en el temor: ningún escritor puede vivir de sus libros. Yo lo hice, por dos meses. Justo cuando estaba desempleado y camino al hospital porque se me reventaron los ligamentos de la rodilla.
Mi novela y mi oficio literalmente me salvaron la vida. Y pienso probarlo de nuevo para ayudar a salvar la vida de otra persona. ¿Acaso alguien estará dispuesto a desembolsar una cantidad de cuatro cifras por un libro? Estoy seguro que sí.